Cuando Joseph Haydn, rozando los sesenta años, se queda sin trabajo en la Viena de 1790, parece haber llegado a algunas conclusiones vitales de cierto calado. Primero, que se acabaron las prisas, los caprichos de la realeza y las entregas a deshora. Segundo, que la música tiene varios idiomas, y que hay que componer en el mismo que habla la gente que te escucha. Por eso, cuando comienza una nueva carrera en Inglaterra y compone sus sinfonías londinenses, no pide partituras de sus contemporáneos ni acude a los conciertos de moda: solicita una gramática inglesa, para entender cómo habla la gente y llevar esa música inherente del habla a la partitura. En otras palabras, traslada estructuras y giros para conseguir que el oyente tenga una sensación de pertenencia. Para hacer patria chica. Su último cuarteto completo, el N.º 2, op. 77 (1799), es un compendio de sabiduría donde aparecen los conflictos del individuo ilustrado que debe transformarse para encajar en una nueva sociedad con valores menos evidentes. La búsqueda de nuevos horizontes de la pieza, su valentía a la hora de afrontar ese fin de siglo, trasciende la fecha en la que fue compuesta para convertirse en un hecho musical conmovedor.
Más de dos siglos más tarde, en 2011, Caroline Shaw (n. 1982) percibe idéntica conmoción y conflicto en el minueto de ese Cuarteto nº 2, op. 77 de Haydn durante un concierto del Cuarteto Brentano. Ese es el punto de partida de Entr’acte, una pieza que conjuga las formas clásicas del baile con las estructuras armónicas y las modulaciones de las últimas dos décadas. Usando el andamiaje de un minueto y un trío, Shaw lleva al oyenye «al otro lado del espejo de Alicia, en una especie de transición absurda, sutil y en tecnicolor», en palabras de la propia Shaw. El juego durante la obra es muy patente, donde el sentido vocal casi madrigalesco del principio de la pieza viaja hacia los aromas barrocos de la mitad de la obra para completar ese viaje hacia el otro lado en los últimos compases, en un buen ejemplo de curiosidad mezclada con voz propia.
La pieza de Caroline Shaw sirve en el programa también como umbral y bisagra entre dos mundos más distintos que distantes, el de Philip Glass (n. 1937) que inaugura el concierto y el de John Adams (n. 1947) que lo finaliza. El cuarteto de cuerda que da incio al programa de hoy no fue concebido en un primer momento como una pieza independente sino como un complemento a las frecuentes visitas al pasado de la película Mishima: A Life in Four Chapters, de Paul Schrader. La cinta se centra en Yukio Mishima, una de las figuras más fascinantes del mundo literario japonés del siglo XX. Poeta, ensayista y novelista, Mishima fue seguidor del neosensacionista Kawabata y perseguidor de idénticos valores estéticos, pero con una estatura trágica que se acrecentó por encima de sus contemporáneos no solo por la capacidad seductora de sus textos sino por sus complejos últimos días, coronados por el fallido alzamiento contra el Estado y su posterior (y también fallido) seppuku o hara-kiri. Mishima representaba un juguete roto hijo de la occidelantización que en su proceso de encaje se disfraza de modernidad y tradición a la vez. O, dicho de otra manera, representa la belleza de lo defectuoso que cada uno tenemos.
La película, como ocurre con La muerte de Virgilio de Hermann Broch, transcurre durante su último día de vida, entrelazada mediante flashbacks con distintos episodios de la historia de Mishima y dramatizaciones de fragmentos de algunos de sus libros, como Caballos desbocados o El pabellón del alba. Philip Glass decide poner la banda sonora de la película mediante tres formaciones distintas que encajan con los tres estilos narrativos de la cinta: orquesta de cuerda con percusión para el violento último día de Mishima; orquesta sinfónica para las detalladas dramatizaciones literarias; y cuarteto de cuerda para la memoria de la infancia, para la historia emocional del poeta que se filtra en blanco y negro sin espacio para el artificio.
Esos fragmentos de innegable vocación melancólica serán los que Glass extraiga mayoritariamente para conformar el Cuarteto de cuerda nº 3, «Mishima» (1985), dividido en seis movimientos o seis escenas vitales de la huída hacia delante del novelista. Hay una clara narrativa sugerida por los títulos de los movimientos (“1934: Abuela y Kimitake”, por ejemplo), pero las imágenes que propone funcionan también de manera independiente y con un sentido dramático completo sin necesidad de vincularlas a la película o al mito que describen. Algunos fragmentos, como el inicio del segundo movimiento (“November 25-Ichigaya”) o el final de la obra, se aventuran más allá de las líneas estéticas habituales de Glass e interrogan al oyente de forma directa sobre la infancia y sus misterios. Para hacerlo, la música —como la propia personalidad de Mishima— se construye sobre los fulgores y abismos que el compositor norteamericano despliega sobre la partitura, como vivencias que irán poco a poco agostando la melodía hasta apagarla por completo.
Al otro lado del espejo de Mishima, donde los patrones repetidos se deshilachan hasta encontrar en nuevos dialectos, está John Adams con su Cuarteto de cuerda n.º 1 (2008). En realidad, a pesar de su numeración es el tercer trabajo para cuarteto de cuerda. El primero fue John’s Book of Alleged Dances (1994), escrito para el Kronos Quartet y enriquecido con una serie de sonidos grabados previamente en un piano preparado. El segundo, notablemente más corto, fue Fellow Traveler (2007), un regalo de cumpleaños para el director Peter Sellars. En ambos casos y a pesar de la distancia entre ambas composiciones se percibe un progresivo alejamiento de la estética minimalista, no por capricho sino para dejar de ser un fin en sí misma y convertirse en un recurso más. Tras escuchar la interpretación de Alleged Dances por parte del St. Lawrence String Quartet, John Admas propuso crear para ellos una nueva obra donde la tradición de Haydn y Beethoven, los patrones rítmicos de Benny Goodman y las nuevas estéticas de la música popular norteamericana se dieran la mano.
«Esta pieza», comentará John Adams en su estreno en la Juilliard School en 2009, «se inspiró en este maravilloso cuarteto, el St. Lawrence String Quartet. Me recordó cuánto se parece el sonido del cuarteto de cuerdas a un discurso elevado y humano. Es como llevar esas palabras al nivel más alto y sublime al ponerlas en manos de un gran compositor. Así que quise intentar expresar mi propia voz dentro del cuarteto. […] este medio instrumental extremadamente volátil y transparente que puede ser fácilmente humillante, si no francamente vejatorio”. Esa voz que reclama Adams con tanta ironía es la misma que se manifiesta aquí sin estilos puros, centrada en la expresión del sentimiento y con un lenguaje reconocible que no recurre a la repetición como símbolo del paso del tiempo.
Formalmente lo divide en dos grandes secciones, aunque esa división sea en sí misma un trampantojo: el primer movimiento aglutina cuatro en su interior (“Quietly animated” / “Slow” / “Scherzando” / “Slow”) jugando con el concepto barroco del contraste, como si de una suite de danzas se tratara. El impulso rítmico, vestigio de su época más cercana a Glass, se mantiene durante toda la obra para crear un pulso, un latido sobre el que las melodías más líricas tengan espacio para crecer. Los ritmos sincopados se superponen en el segundo movimiento, mucho más corto, trayendo al primer plano la lucha entre la tradición y la vanguardia, como ya ocurría con la obra de Caroline Shaw y el Mishima de Philip Glass.
Las tres piezas del programa comparten pues su curiosidad por lo antiguo y una encendida búsqueda de nuevos paisajes, a veces exóticos, a veces cotidianos. Lo decía el escritor Tanizaki Jun’ichirō —influencia del mismo Mishima— en su Elogio de la sombra: «Creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por yuxtaposición de diferentes sustancias». Esa belleza y esas sustancias las conjuga el Cuarteto Attacca esta noche para que la Alicia que todos llevamos dentro se vuelva a atrever a seguir al gato Cheshire hasta los confines de cualquier espejo, para infundirnos el valor de adentrarnos en la madriguera.
Mario Muñoz Carrasco
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