La perfecta sencillez del círculo ha viajado con nosotros desde el principio de los tiempos hasta conseguir trascender más allá de su forma y erigirse como repositorio donde concurren significados (espirituales, religiosos…) en todas las épocas y por todo el mundo. El monumento megalítico Stonehenge, construido hacia el 3.100 a.C. es solo un ejemplo más, sobre el que se suma la creencia en el mundo griego de que el tiempo circular —a diferencia del tiempo lineal en el que viven los hombres— era aquel en el que ocurrían las cosas más grandes que el ser humano, como las estaciones, los tiempos de cosecha o la vida y la muerte. Giorgio Vasari, el primer historiador del arte, contaba cómo Giotto demostró su valía frente a Bonifacio VIII, superando al resto de competidores al dibujar un círculo perfecto a pulso y de un solo brochazo. A Giordano Bruno (y más tarde a Pascal) se le atribuye aquella frase persistente de «Dios es una esfera infinita cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ninguna». Y así podríamos seguir enumerando hasta el infinito.
Lo cierto es que es la asociación entre lo circular y la idea de mortalidad —vida a la que sigue otra existencia— se fue convirtiendo en un tópico en la historia del pensamiento. Durante el Medievo un lema con derivaciones de todo tipo lo resumía: «en mi fin está mi principio, y en mi principio está mi fin». En música el valor metafórico del círculo funcionaba en idénticos términos: por ejemplo, los compases se dividían entre el tempus perfectum y el tempus imperfectum. El primero de ellos, el perfectum, era el compás dividido en tres tiempos, lo que significaba la personificación de la Santísima Trinidad, representada con un círculo en las partituras. Los imperfectum —compases divididos en dos tiempos— cortaban por la mitad el círculo, lo que dio lugar a la C inicial que podemos encontrar en la mayor parte de las partituras, por ejemplo, de los Beatles o cualquier otro grupo de música popular. Por eso Guillaume de Machaut, compositor de inicios del Renacimiento, mezcló ambos conceptos y rindió pleitesía a lo humano y lo divino con el rondó Ma fin est mon beginningment, et mon beginningment ma fin, compuesto durante el siglo XIV, y que conjuga la belleza con la inteligencia estructural: tras llegar al final de la partitura, la segunda parte consiste en leerla de atrás hacia delante —igualmente bella— , y luego volver en el sentido inicial. En la primera vuelta la pieza es lírica; en la segunda juego con el espejo del alma y con la tercera se convierte en un palíndromo —vida, muerte y renacimiento—. Pocas músicas pueden presumir de atesorar mayores significados y capacidad para la metamorfosis.
La compositora italiana Francesca Verunelli (1979) propicia un elegante guiño a Machaut, una mirada actualizada hacia aquellos códigos para escribir su pieza In my beginning is my end (ma fin est mon commencement), encargada por la Luxembourg Philharmonie y estrenada por Sigma Project en 2022. El juego de su partitura es mayúsculo, en primer lugar, por difuminar las diferencias tímbricas al proponer que todo el ensemble toque con el instrumento más grave de la tesitura del cuarteto clásico de saxofones, el saxo barítono. Así la homogeneidad (la circularidad) del sonido está garantizada, confundiendo principio con final. En segundo lugar, entrega un material motívico muy básico, apenas unas pocas notas enriquecidas por el uso de multifónicos (un sonido con más de una altura). Irónicamente, Verunelli crea un tejido sonoro basado en los extremos de la tesitura y de la dinámica de los instrumentos, mostrando los límites para refundarlos, recorrerlos y recrearlos desde un principio como quien da vueltas alrededor de un mismo estanque. Hay en la compositora una necesidad para catalogar el sonido como una dimensión más que construye lo temporal. Alejada del discurso armónico clásico, la compositora italiana busca “escribir” el tiempo, trabajar con las densidades, los umbrales de duración y los timbres para conformar una nueva forma de avanzar. La electrónica, un laboratorio de pensamiento para Verunelli, queda fuera de esta obra en sentido estricto, aunque internamente la tímbrica parezca agruparse de forma lúcida para reproducir algunos efectos propios del IRCAM.
Por su parte, el compositor germano-estadounidense Hans Thomalla (1975) nos hace partícipes en Albumblatt II (2011) de su propio sentido la circularidad en la música, que desde su perspectiva se articula mediante la dualidad —como si fuera el círculo simbólico del yin yang— entre el sonido como expresión, por un lado, y como experiencia acústica por el otro. En sus propias palabras, «la ambivalencia entre música como medio de expresión del artista o como objeto que representa a este mundo me interesa muchísimo. Intento crear un paisaje sonoro que no es fácilmente etiquetable por los mecanismos de la sociedad». Más allá de sus técnicas compositivas, la música de Thomalla es una vivencia física, una búsqueda del recoveco donde sucede lo imposible y que no busca complacerse a sí misma. En esa búsqueda de lo esencial, los motivos se reducen hasta convertirse en notas circulares que persiguen la pureza y la desnudez.
«Desde mi perspectiva, primero hay que enfrentarse a ese sonido y crear una experiencia de escucha que huya de las categorizaciones rápidas. Vivimos en un momento en el que ya no existe una tradición canónica de la música, transitamos como en una especie de paisaje de ruinas muy variado. Sin embargo, lo que sí ha llegado hasta nosotros son las múltiples formas que determinan nuestra percepción de la realidad, nuestra mirada. Como una sonata o un aria, por ejemplo. Estas estructuras forman parte de nuestra cultura y si yo me quiero ocupar de eso y no componer sobre el vacío tengo que reconocer esos objetos que forman parte de nuestra tradición, tomarlos como base y resquebrajarlos o romperlos para crear algo nuevo. Es un círculo dialéctico entre esa tradición y su ruptura», concluye.
Otro tipo de círculo, el que nos vincula con la naturaleza y sus ciclos vitales, es el punto de partida de Ash, music for the Eremozoic (2020) para cuarteto de saxofones de la compositora australiana Liza Lim (1966). El ser humano como depredador es el protagonista, en una reflexión que parte de los incendios forestales australianos del verano de 2019 que mataron a cerca de mil millones de animales y quemaron más de doce millones de hectáreas de bosque. Una escala de pérdidas tan abrumadora bien podría encajar en el modelo de mundo propuesto por el premio Nobel de química Paul Crutzen, quien defendió que el comportamiento humano durante los últimos siglos había influenciado tanto a la naturaleza que se justificaba el paso a una nueva era geológica: el Antropoceno. Lim se suma a la idea del Antropoceno, del planeta dañado de Crutzen, y busca su propia respuesta haciendo «una música de lamento que tenga que ver con el testimonio, que proceda siguiendo el grano natural o la idiosincrasia de los instrumentos para crear algo textil, más que arquitectónico. Tomo el punto de vista del intérprete. Moviendo los dedos por las teclas de los de los instrumentos de forma no estándar, dando lugar a nudos e inflexiones del sonido. La música se crea sintiendo el camino a lo largo de las fisuras y las resonancias, encontrando una ruta a lo largo de las resistencias y los flujos de sonido, así como líneas de fuerza en el tiempo», comenta la compositora.
La obra se divide en tres partes que basculan entre lo emocional y lo reivindicativo. La primera, “Sacrament” se compone hebras sonoras circulares, «como el humo enhebrado en patrones entrelazados que van desde delicados rizos hasta nubes estruendosas», según Lim. “Residua” evoca los restos carbonizados, las marcas de trazo grueso y los granos de tiempo fosilizado. La tercera parte, “Night sky with wildflowers” se ciñe a un cierto optimismo vital, una búsqueda de nuevos caminos a través de todo lo que crece en mitad de lo salvaje y la destrucción, como esas flores silvestres, resistentes y a la vez delicadas, que Lim envuelve en colores nocturnos.
Al igual que hacía Debussy, que elogiaba lo circular en el arte y buscaba la conexión de la música con la naturaleza al citar un verso de Baudelaire al pie de uno de sus preludios —les sons et les parfums tournent dans l’air du soir, “los sonidos y los perfumes giran en el aire de la tarde”—, el compositor brasileño Rodrigo Lima (1976) reivindica en lo repetitivo, lo rítmico, las raíces ancestrales del ser humano. La primera música, la primera capacidad para el trance la adquirió el hombre mediante el ritmo, y ese será el protagonista de Tambor (2024), una pieza que evoca otras épocas, otras narrativas más remotas donde la necesidad de la danza, del cuerpo, de la conexión con la tierra están mucho más arraigadas. Su partitura no es una máquina del tiempo porque el resultado sonoro es completamente nuevo, pero la intuición musical de Lima sabe mimetizar los atavismos en una partitura que dispara las imágenes y las atmósferas en el oyente hasta trasladarle a otro mundo donde las la música se experimenta desde el cuerpo. La obra se estrenó en agosto de este año en el Centro Cultural Justiça Federal de Rio de Janeiro.
Para Mauricio Sotelo (1961), último protagonista del concierto de hoy, el círculo también se cierra tras volver al saxofón como instrumento de trabajo, años después de sus primeros trabajos en colaboración con el saxofonista Marcus Weiss, de donde salieron obras como Quando il cielo si oscura para saxofón y ensemble (1986) o De Magia para saxofón, percusión y piano (1995). El trabajo de Sotelo es doblemente valioso por ser capaz de mantener la curiosidad compositiva que huye de las repeticiones y, a la vez, proponer un perfil sonoro único, tan firmemente establecido como conectado con el público. Su imaginario es rico, multirreferencial y a la vez reconocible. En Cantes de viento y nieve-espirales de llanto, obra de estreno absoluto, Sotelo vuelve a profundizar en ese universo del saxofón, tal y como él mismo relata: «El Sigma Project y yo llevábamos más de 10 años pensando en hacer una obra para cuarteto de saxos y por fin ha cuajado. El saxofón es un instrumento que conozco muy bien y con el que trabajé muchos años, como en Muros de dolor I, una obra para saxofón solo complejísima, microinterválica, y que nunca creí que se pudiera llegar a tocar. Por suerte hoy se escucha en todo el mundo. En Cantes de viento… hay dos estructuras canónicas: una, es un canon en mosaico que alterna los multifónicos con escalas ascendentes y descendentes y trinos también microinterválicos. Esta sucesión va creando un relato, una textura armónica densa que en esencia quiere reflejar un universo sonoro que me fascina sobremanera: el de Anton Bruckner. Me considero un gran amante de su música desde que escuché, siendo muy joven en Viena, la Novena con Eugen Jochum o con Leonard Bernstein. Esa huella está aquí. El segundo canon de la obra lo encontramos más adelante y toma como base teórica el famoso “efecto mariposa” de Edward Lorenz. Las voces van entrando a gran distancia unas de otras, y cada una de ellas sirve para reivindicar su instrumento, como un solo acompañado donde cada uno de los saxos muestra un cierto virtuosismo, un mapping sobre una escala propia. Hay también una sección rítmica ternaria, un scherzo que mantiene su espíritu de juego en una suerte de bulería, un torbellino rítmico». La obra mantiene una continua búsqueda de la belleza y se deja imbuir por una cierta melancolía vinculada en su atmósfera por compositores como Schubert y alentada en lo emocional por las propias vivencias (y pérdidas) personales.
En definitiva, un programa que recorre todos los procesos recurrentes del ser humano, con su curiosidad, su necesidad de cambio, su capacidad de destrucción, su imaginación, sus heridas, sus pérdidas y sus renacimientos. Al igual que aquel círculo de Giotto con el que empezamos, una música que refleja al ser humano en toda su bella (im)perfección.
Mario Muñoz Carrasco