El compositor John Adams (1947-) ha referido en muchas ocasiones su momento encrucijada, aquel instante en el que hubo de decidir entre romper o reformular. La decisión es en realidad la misma para cualquiera que se acerque a la creación en cualquier disciplina: mirar hacia atrás para caminar hacia adelante o taparse los ojos y saltar. Las distintas fórmulas o estéticas para encarar esa encrucijada durante los siglos XX y XXI forman el cuerpo principal del presente programa. Adams miró los dos caminos que se abrían ante él —seguir la carretera con quitamiedos de Arnold Schoenberg o lanzarse a la prodigalidad técnica de John Cage— y no siguió ninguno: «Después de una excitante primera cosecha, el territorio que descubrieron estos autores era incapaz de devolver aquella floración inicial». Pensó en aquel Wagner que salía de los altavoces del coche y se fascinó por la abrasadora potencia emocional de aquella tonalidad arrinconada y la expresividad de las estrucutras cerradas. No se podía volver a caminar lo ya caminado, así que aquellas seducciones sonoras que bajaban con la brisa de la bahía de Frisco, aquel minimalimo de La Monte Young y Terry Riley impusieron su relato hasta ver nacer China Gates (1977).
Fue uno de sus dos primeros acercamientos al mundo del minimalismo; el otro (Phrygian Gates), bastante más comprometido técnicamente, nació en el mismo tiempo y con el mismo espíritu pero con distinto destinatario. La belleza de China Gates radica precisamente en su fragilidad, en su sentido de la filigrana. Parte del intento de Adams de crear una pieza con un lenguaje personal ya marcado pero accesible para músicos de muy distintos niveles, donde el reto no estuviera en la velocidad de las digitaciones sino en la belleza expresiva de sus cambios modales y en el uso tan particular de las atmósferas. Hay una ambición arquitectónica que será una característica común a toda su carrera, además de una cuidada atención a la pulsación: no es belleza efímera sino manantial creativo constante. La escribió para Sarah Cahill, pianista de 17 años entonces cuyo padre era catedrático en Berkeley de Historia del Arte Chino. Adams comenzaba aquí su camino fuera de las carreteras asfaltadas de la música.
Otro gran viajero en los alrededores de lo establecido fue el etnomusicólogo Alan Lomax, una de las figuras más relevantes en el estudio de corrientes subterráneas de la música popular durante el siglo XX. Su periplo le llevó por mundo y medio, desde las Sea Islands norteamericanas hasta el pueblo de Lagartera en Toledo (hizo más de 1.500 grabaciones por toda la península ibérica entre 1952 y 1953). Lomax creyó que el latido de una sociedad no estaba en las salas de concierto sino en los arrabales de Nueva Orleans y en las riberas tristes del Mississippi. Mason Bates (1977-), compositor alejado de los convencionalismos (y curiosamente el segundo compositor vivo más interpretado en el mundo orquestal estadounidense tras John Adams), mezcla la fascinación por las cintas magnetofónicas de Lomax con un sustrato reivindicativo: hay que rescatar del olvido no solo las raíces de lo que somos sino a aquellos que las persiguieron, descubrieron y mostraron al mundo. Un homenaje a quienes quisieron que nos entendiéramos mejor a nosotros mismos.
Alejada en este caso de la música electrónica, Bates crea en 2007 White Lies for Lomax, añorando la voz teñida de crujidos de las grabaciones de Muddy Waters y los lamentos innumerables en forma de blues que recogió Lomax durante décadas. No es, en realidad, la melancolía del sonido de la guitarra de blues lo que cita el compositor sino una especie de recreación onírica de esas esencias, un cierto sabor, un aroma de autenticidad que se va acumulando hasta saturar el olfato. Ese tono de homenaje se hace más patente con el final de la obra, cuando una grabación real de Lomax comienza a sonar y ejerce de contracanto de la música de Bates. No deja de ser irónico que el compositor americano utilice la literalidad de una grabación de Lomax como base de la suya propia (algo similar a cualquier loop estilo DJ). La técnica, lejos de ser moderna, es una de las técnicas más antiguas de la historia de la música: la parodia, una citación expresa a otra obra y de la que tenemos infinitos ejemplos desde el canto gregoriano hasta Händel, de Tomás Luis de Victoria a Brahms. Bates orquestó la pieza para orquesta sinfónica dos años más tarde, siendo ampliamente interpretada por orquestas de medio mundo.
Otro profesional de los caminos sin asfaltar es el pianista y compositor norteamericano Chick Corea (1941-2021), uno de las tornados musicales más trascendentes de las últimas décadas por su capacidad de moverse en todos los campos —desde el jazz fussion hasta la composición clásica— y dejar su personal relato en todos ellos. El caso de las Children’s songs (1971-1984), de las que escucharemos una selección, es el del inicio de una nueva senda, la pianística. Su gestación fue larga, arrancando en 1971 para ir ampliando su contenido sucesivamente durante más de una década, hasta completar un retrato que pretendía “transmitir la sencillez como belleza, representada en el espíritu de un niño”. Buena parte de las miniaturas se compusieron pensando en uno de los primeros y más reconocibles teclados electrónicos, el Fender Rhodes, aunque se ha normalizado su interpretación desde el piano acústico tradicional.
Aunque en un primer momento pueden parecer más vinculadas al concepto de la infancia de Mussorgsky o a las Kinderszenen de Robert Schumann, en realidad el campo de cultivo referencial es la serie de miniaturas Mikrokosmos de Bartók, de las que toma los ritmos sincopados o las escalas pentatónicas, y a las que rodea de melodías circulares y bajos ostinato como evocación de la inocencia y de las obsesiones propias de la infancia. Hay alegría en buena parte de las canciones, pero ante todo una forma muy directa de trasladar las ideas musicales, que se representan si andamiajes artificiosos y expuestas desde el primer compás. Las piezas han ido apareciendo a lo largo de la carrera de Corea de forma deslocalizada, iniciándose con la versión germinal de la “No. 1” aparecida en el mítico álbum Crystal Silence (1972), a dúo con el vibrafonista Gary Burton.
Con muchos paralelismos con la representación de la infancia de Corea llega la obra de la composiotra japonesa Karen Tanaka (1961-). Tanaka, alumna en su día de Luciano Berio, es una de las representantes más reconocidas de la vanguardia musical transfronteriza de los últimos años. Parte de la atracción que ejerce en el público radica en su territorio intermedio de creación, donde caben los paradigmas estéticos europeos del espectralismo de Tristan Murail o la compleja percepción del tiempo de la tradición teatral nipona, traida del teatro Kabuki y el Nô. A esta síntesis entre paisajes occidentales y orientales se contrapone una patente conciencia medioambiental, representada por un buen manojo de obras como Questions of Nature, Silent Ocean, Water Dance o la selección de piezas que hoy escucharemos extraida de Children of Light (1999).
La obra completa la componen 25 pequeñas piezas agrupadas en secciones de cinco, donde cada sección se centra en un grupo de animales en extinción precedidos por un preludio descriptivo. Así, llegarán “Blue Planet”, “Green Paradise” o “Air” como encabezados de miniaturas dedicadas a la torturga marina, la ballena azul, el gorila de las montañas o el panda gigante. Los animales están seleccionados según la Lista Roja de Animales Amenazados que publicó la UICN en 1996. Además de ir incrementando la dificultad a medida que avanzan las piezas también van apareciendo elementos muy reconocibles del caleidoscopio sonoro de Tanaka, como el uso de patrones circulares, los motivos contrastantes, el juego con las reverberaciones o la aparición de la escala lidia.
De nuevo la infancia se adueña del discurso con la selección de piezas de las Nueve estampas naïves del composistor extremeño Guillermo Alonso Iriarte (1973). Y lo hacen de la forma más bella posible a traves de las obras de uno de los mejores cuentistas contemporáneos, Michael Ende. El autor de La historia interminable está referenciado en el subtítulo de la obra (In memoriam Michael Ende) y toda la imaginación que desborda las páginas del libro bicolor aparece sobre el piano —también bicolor— en un lenguaje accesible ideado por Alonso Iriarte. Se trata de una sucesión de escenas con vocación de melodrama donde Bastián, Uyulala o la Emperatriz Infantil se vuelven corpóreas y conversan con el oyente. Mariko Sato (viuda de Ende) y Roman Hocke, responsable de su legado, refrendaron la adecuación estilística de la música al espíritu original del cuento, tan maltratado en otras disciplinas artísticas como el cine. Puesto más adelante en contexto con narración en conciertos educativos, la obra ha demostrado anclarse en la memoria del oyente con idéntica suerte que los habitantes de Fantasia.
Sin perder la idea de escritores, aventureras arrojadas y nostálgicos de lo ya andado, encontramos en Homenaje de Alicia Díaz de la Fuente (1967-), el mayor de los prestigios de magia del concierto al juntarlo todo en uno. Saltamos cuatro siglos a nuestra espalda para pasearnos por el Toledo de principios del siglo XVII, y encontrar alojado en el Mesón del Sevillano a quien mejor ha hablado de extravíos en el camino y de sabidurías encubiertas. El huésped no es otro que Miguel de Cervantes, poco antes de publicar la segunda parte de El Quijote. O al menos así lo cuenta Jacinto Guerrero en una de las zarzuelas más exitosas del primer tercio del siglo XX, El huésped del sevillano (1923). Aquel Teatro Apolo que pidió repetir el “Canto a la espada” con el famoso verso inicial —Fiel espada triunfadora— compartió lágrimas con Raquel en una de las romanzas más bellas del género, “La pena me hace llorar”.
En 2008, para celebrar el 25 aniversario de la Fundación Guerrero, la instución encargó una serie de piezas breves para piano a diversos compositores tomando como base cualquier de los aires de Guerrero. La compositora madrileña eligió precisamente la romanza de Raquel, tema de partida casi literal de la obra Homenaje (2007). Lo interesante de la pieza es la facilidad con la que Díaz de la Fuente estiliza el motivo inicial (apenas cinco notas), lo transforma y lo expande hasta crear un universo sonoro único donde encontramos a ese Cervantes de posada pero también ecos de Luis de Pablo o tímbricas privilegiadas como las de Kaija Saariaho. Arpegios, saltos de varias octavas o sutilezas dinámicas permiten relatar la historia no de Jacinto Guerrero sino de un tiempo donde la música se tarareaba por cualquier calle al día siguiente de escucharse. El estreno de la obra de Díaz de la Fuente —conjuntamente con todas las demás composiciones de homenaje— tuvo lugar el 10 de noviembre de 2008 en el Auditorio 400 del Museo Nacional Reina Sofía de Madrid.
También como celebración, en este caso al décimo aniversario de la logia masónica Voltaire nº 127 en 2012, escindida de la Gran Logia de Francia e integrada en la Gran Logia de España, nace la obra Laberinto de silencios de Jesús Torres (1965-). De Borges a Eliade, o del Minotauro a Ariadna, los laberintos siempre han servido no para perderse sino para proteger. A quien habita en su centro de los que están fuera y a los de fuera del monstruo aislado de su interior. Entrar en uno, aunque sea musical, «equivale a una iniciación, a una conquista de la inmortalidad», como dirá Ramón Valdés. La idea de Torres también juega a plantear laberintos en su pentagrama para piano: juegos iniciáticos donde el silencio tiene un valor y los números alcanzan toda su potencia simbólica. Con un lenguaje poético, mezclando el esoterismo con los sonidos trenzados de Messiaen, las cascadas de notas ayudan al hermetismo que pretende transmitir Torres y se convierte en una especie de cuadro de Escher convertido en música.
El punto de partida que detona la inspiración en Gabriela Ortiz (1964-) para su Estudio n.º 3 para piano es el personaje de Jesusa Palancares, una de las figuras más icónicas de toda la literatura mexicana. Basada en un personaje real, Jesusa tomó carta de naturaleza en la novela de Elena Poniatowska Hasta no verte, Jesús mío, del año 69. «Cualquier punto de partida es válido para empezar a crear», comenta la compositora mexicana, «una idea, un grafiti, un cuadro… Pero lo importante es saber qué se va hacer con esas ideas y tener un total control de lo que va a surgir. Yo escribo con libertad, con responsabilidad artística y con mucha entrega». Su mezcla de lenguaje abstracto, raíces folclóricas y atmósferas evanescentes encajan a la perfección con el ideal de mujer que representa Jesusa Palancares, sumida en la pobreza pero revolucionaria, libre y luchadora. La obra fue compuesta para la pianista Ana Cervantes en el año 2011.
Resulta irónico que una de las principales valedoras de esta pieza sea la pianista Sarah Cahill, aquella a la que John Adams le compuso en su juventud China Gates y con la que empezábamos el presente programa. La pianista norteamericana, ya superados los sesenta, ha incluido la pieza en su programa The Future is Female (“El futuro es femenino”). Y es que los caminos en el arte, a pesar de la dificultad de las encrucijadas y la tristeza múltiple de los laberintos, suelen ser circulares. Lo que ocurre es que tardamos tanto en dar la vuelta que no reconocemos por qué lugares ya hemos pasado.
Mario Muñoz Carrasco