La construcción de nuestra identidad no está basada en lo que vivimos sino en cómo recordamos lo que hemos vivido. Es una mezcla entre canciones de la infancia, amores idealizados y necesidad de absolución de nuestro errores que toma forma de relato en eso que la psiquiatra Veronica O’Keane ha venido a llamar “el bazar de la memoria”. En el mundo de la composición musical la memoria y la nostalgia son reconocidos motores creativos. No se trata únicamente de las vivencias personales de los compositores, sino que movimientos enteros como el Nacionalismo —que usa melodías y ritmos tradicionales intelectualizados para crear un nuevo un tejido sinfónico— respondieron no tanto a una reafirmación de la identidad nacional como a una necesidad de volver a la infancia, a esa patria sin conflictos que asociamos a las músicas que nos susurraban para dormir o escuchábamos en las ferias. En definitiva, usar una melodía tradiciónal fuera de su ámbito es, sencillamente, una forma de convocar la inocencia.
Desde Joseph Haydn hasta Gustav Mahler cada compositor ha encontrado su propia manera de reescribir la infancia. Pero incluso en los compositores del siglo XX, que tanto huyeron de los modelos tradicionales y tanta barbarie social hubieron de asumir, el retorno a lo popular ha ocupado un lugar privilegiado en su universo creativo. Luciano Berio (1935-2003) puede presumir de haber creado nuevos dialectos sonoros desde su juventud, pero también de vivir obsesionado con la conexión incontrolable con esos rituales de la niñez musical: «Mis vínculos con la música folclórica son a menudo de carácter emocional […]. Mantengo un sueño utópico, aunque sé que es irrealizable: me gustaría crear una unidad entre la música folclórica y la nuestra —un itinerario real, perceptible y comprensible entre los códigos de la música antigua, tan cercanos al trabajo cotidiano, y nuestra música». En 1947, mientras cursaba su segundo año en el Conservatorio de Milán, Berio compone Tre canzoni popolari basándose en el rico legado de la música siciliana. Es el principio de su lucha por disolver las fronteras que le va a llevar mucho más allá de la tarantella.
En 1964, bajo encargo del Mills College de Oakland, compone el ciclo de 11 canciones bautizado como Folk Songsusando, entre otras, dos de las canciones estudiantiles del 47. El resultado no puede ser más ecléctico, juntando canciones modernas o remotas, sin diferenciar entre origen rural o urbano y alternando lo rústico con lo erudito. Destaca la habilidad de Berio para identificar los elementos que convocan la emoción en el oyente en las canciones tradicionales, para aislarlos y crear un “nuevo viejo folclore”. Hay inmediatez melódica (“Black Is the Colour”) con toda un catálogo de audacias armónicas (“Motettu de tristura”) y una infatigable búsqueda de los contrastes. La vocación por la creación de atmósferas, por propiciar el viaje del oyente, se percibe con naturalidad entre las canciones de Francia, Armenia, EE. UU., Italia o Azerbaijan. Berio utiliza la remembranza musical para proponer una ciudadanía del mundo. Nos hace percibir cada raíz ajena como si fuera la nuestra.
Tal vez la parte más interesante de Folk Songs no es únicamente la reescritura lúcida de lo tradicional sino la búsqueda de un timbre instrumental concreto que responda al significado último de cada canción. Es, dicho en otras palabras, una muestra de inteligencia a la hora de trasladar el significado concreto de los textos, su poesía, a una fórmula musical con un determinado color sonoro. Además, la voz utiliza todas las técnicas extendidas de las que la gran mezzosoprano Catherine Berberian —compañera del compositor durante quince años— era capaz. De hecho, Berberian fue la protagonista de no pocas partituras de Berio, como Circles (1960), Visage (1961), Sequenza III (1965) o la propia Folk Songs. El estreno de la obra en el 64 ocasionó un terremoto de primer orden en el mundo de la vanguardia musical, donde las excursiones al pasado parecían prescritas o al menos había de ser disfrazadas con algún aroma de modernidad.
Más de tres décadas después, sin que el huracán Berio hubiese cesado, el compositor Fausto Romitelli (1963-2004) estrenaba en Festival Présences el segundo movimiento —o “Seconda domenica— de su Domeniche alla periferia dell’impero (“Domingos en las afueras del imperio”). Romitelli acababa de cumplir un año cuando se estrenaron las Folk Songs, pero la visión musical casi panteísta de Berio sigue presente en Domeniche dentro de su propio eje de coordenadas. Romitelli enfrenta retos distintos a los de su antecesor: no es hijo de la posguerra sino consecuencia de la era tecnológica, y de un mundo cultural donde el hecho artístico es considerado como medio y fin a la vez; es decir, la forma de la música y cómo suena tienen idéntico valor. Romitelli tiene que hacer hueco en su dialecto compositivo a la llegada del tsunami electroacústico, al empuje de las músicas populares y a la dictadura de los medios de comunicación. Su respuesta es la creación de músicas que muy a menudo se mueven en la frontera de todas partes, pero con el ancla puesta en el mundo del Espectralismo, aquella escuela musical francesa que defendía la construcción de la música poniendo el foco en el timbre y la descomposición mecánica del sonido. En el extrarradio (o completamente abandonadas) quedaban las protagonistas de diez siglos de historia de la música: la melodía, la armonía y la forma.
La Seconda domenica: Omaggio a Gérard Grisey (2000) entra de pleno en esta exploración de la ciudadanía del mundo que proponía Berio pero desde la perspectiva opuesta: aquí no hay raíces sino lo contrario, ausencia de pertenencia. Los cuatro instrumentistas alternan instrumentos asimilados en la tradición orquestal (violín, violonchelo) con otros de registro extendido (flauta y clarinete bajos) y alguno nada habitual (kazoo). Así se crea un espacio para la marginalidad y la psicodelia, un elogio a la aspereza del sonido donde se recorta a contraluz la silueta de su maestro —y cocreador del Ensemble l’Itinéraire— Gérard Grisey, que había fallecido dos años antes. Grisey y Romitelli compartían el talento para la exploración de los timbres, que son expuestos con naturalidad y con un cierto sentido dramático, creando narrativas internas en la obra. Aquí el compositor italiano confecciona una elegante carta de despedida al sonido espectral que va a dar paso a una época creativa donde las influecias de las músicas populares —en especial el rock— van a ser las protagonistas. Un cáncer acabó en 2004 con las aspiraciones musicales de una de las voces más personales y lúcidas del último tercio del siglo XX.
Finaliza el programa con una nueva excursión, en esta ocasión a una forma distinta y distante de representar la belleza popular. Ivan Fedele (1953), director artístico durante casi una década de la sección musical de la Bienal de Venecia, estrena en España Tanka, para voz y ensemble (2023), un encargo del Ravenna Festival en colaboración con el Festival Aperto di Reggio Emilia. Fedele ha confesado en múltiples ocasiones la admiración hacia Luciano Berio, además de considerarlo parte de la triada de compositores (con Franco Donatoni y Pierre Boulez) que le permitieron dar un sentido estético a su música. En Tanka el homenaje empieza desde la propia formación instrumental que utilizada, que es la misma que las Folk Songs (voz con ensemble de flauta/piccolo, clarinete, arpa, violín, violonchelo y dos percusionistas).
El propio nombre ya nos traslada a ese mundo evocador de las imágenes líricas japonesas. El tanka es una forma poética tradicional basada en los mínimos componentes: cinco versos con 5/7/5/7/7 sílabas. La idea es conseguir la trascendencia a base de brevedad, y sus casi quince siglos de existencia sirven como testimonio de certeza. Desde Manyōshū(“Colección de la miríada de hojas”), la antología de tankas más antigua que conocemos, los versos japoneses han conseguido contener “algo de la frescura del amanecer”, tal y como relata el propio libro. Fedele, que ya se había acercado a este tipo de ensoñación en obras anteriores (Haru Haiku, 2015; y Fuyu Haiku, 2020), se sumerge con soltura en el estanque referencial del mundo japonés. Su fascinación por la eficacia expresiva se ajusta a estas formas de lo mínimo, superponiendo imágenes musicales para convocar la emoción súbita. Los tankas, al igual que la obra musical homónima, hablan de la relación entre la naturaleza interna del ser humano y la externa, y Fedele corresponde en lo musical desarrollando una serie de sonidos que generan intimidad y vínculos entre ambas. Es su forma de rendir homenaje a Berio y a su contribución a la concepción cosmopolita de la música que disfrutamos hoy día.
De esta manera, y con tres universos creativos propios, el programa propone una especie de reconstrucción interna de la identidad de cada uno de nosotros, basada en la apátrida melancolía de la infancia de Berio, la curiosidad ilimitada de Romitelli y la necesidad de intimidad de Fedele. ¿Cómo no verse representado?
MARIO MUÑOZ CARRASCO
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