El compositor Leo Brower (n. 1939) fue uno de los primeros creadores durante el siglo XX en buscar soluciones a toda una serie de desequilibrios endémicos en el mundo de la composición. Por un lado, el del centralismo europeo, que hacía que un repertorio establecido en las salas de concierto de Europa y América como el del siglo XIX solo proyectara raíces nacionalistas desde la perspectiva de una única orilla del Atlántico. Había que buscar, por así decirlo, una nueva ruta de la seda para los Marco Polo del futuro. El otro desequilibrio era el tímbrico: la dictadura de algunos instrumentos sobre otros, la preeminencia sin motivos aparentes de un reducido grupo de sonoridades respecto a otras. Las cuerdas, por ejemplo, han sido privilegiadas en el catálogo de composiciones y compositores que se dedicaban a ellas. Sin embargo la guitarra, con un trasfondo histórico no menor que el violín o el violonchelo, aparecía en el vagón de cola, arrinconada y fértil únicamente en lo popular o como solista aislado. El propio Leo Brower lo explicará largamente en una conversación de 2005 con Ángel Alderete:
«Yo ya tocaba y la guitarra se convirtió en una obsesión: tocaba, tocaba, tocaba, devoraba todo aquello, y encuentro en los repertorios deficiencias: veo una sonata de un compositor italiano del siglo XIX o de otro, y veo que no había desarrollo como ese que hace el tal Beethoven, yo tendría 15 años. El tal Beethoven hacía unas Sonatas para piano que debía haberlas hecho también para guitarra; oigo un cuarteto o quinteto de Schumann con piano, eso es una maravilla, la guitarra no tiene quinteto con piano. Y así empiezo, como todo joven presuntuoso, a tomar una conciencia de que yo voy a suplantar ese repertorio. Entonces me convertí en Schumann, en Beethoven, en Bartók, en Stravinsky, ¡esa pretensión alucinante del joven! Y así fue como empecé a componer, para llenar los gaps de un pobrísimo repertorio que tenía la guitarra en los años cincuenta y tantos».
Toda su primera época compositiva, que va de mediados de los cincuenta a principios de los sesenta, va a estar atravesada por un nacionalismo que es más identitario que reivindicativo, y que toma elementos populares de marcado componente rítmico para construir ese delta entre lo popular y lo académico. No es, en realidad, un camino distinto al de tantos otros compositores, pero lo trascendente es que esa mezcla se hace en Cuba, la tierra del mestizaje musical y del elogio del ritmo. Brouwer, inmerso en un torbellino continuo de conciertos con Jesús Ortega, no ha alcanzado la mayoría de edad pero ya tiene por entonces una docena de obras para guitarra donde la raíz se demuestra en el puro latido: una guajira criolla, un zapateo cubano, una conga… La obsesión del compositor por el flamento, que había formado parte del imaginario sentimental de la familia, también va a aparecer en estos trabajos germinales. Solo una pieza completa se va a escapar del monopolio de la guitarra a solo en sus tres primeros años compositivos: el Quinteto para guitarra y cuarteto de cuerdas (1957).
Brouwer va a mezclar en el quinteto estructuras clásicas (tres movimientos, “Allegro”, “Largo” y “Allegro Vivace”) con acentos del baile en aparente naturalidad. La personalidad del guitarrista cubano va a hacer que localice una serie de debilidades que él considera crónicas en el tejido compositivo de las obras de su entorno y se decida a experimentar con notable libertad en el ámbito armónico. Durante el primer movimiento pondrá en marcha una manera de componer que luego se volverá característica: situará motivos musicales, que no serán líneas melódicas como en el Nacionalismo europeo sino patrones rítmicos, a veces emparentados con el son, otras menos explícitas con el cinquillo, el clave o la rumba. El “Largo” entrará de lleno en la creación de atmósferas y por primera vez la guitarra actuará como solista de una miniatura plena de lirismo y sentido de la intimidad. El movimiento final sabrá mezclar ambas líneas, con un melodismo más inmediato en manos del cuarteto y ritmos que reivindican la raíz africana inevitable de todo lo cubano. El Quinteto supone, en definitiva, la inauguración de un nuevo mundo tímbrico que hablar desde la voz de tres continentes con sus historias entrecruzadas y resumidas en menos de veinte minutos.
Ya en este lado del Atlántico pero también a la búsqueda de un espacio intermedio entre la creación y la memoria, Eurico Carrapatoso (n. 1962), uno de los principales referentes en la composición portugesa de las últimas décadas, contestaba durante el año pasado al famoso “Cuestionario Proust”. A la pregunta de qué le gustaría ser contestó que un compositor con derecho a la pereza: «Deploro el tiempo de negocios en el que nos hemos sumergido, que nos quita el derecho al ocio y nos transforma, por la fuerza, en potros de competición dispuestos en una cadena de montaje». Como crítica a este tiempo sin derecho a la dispersión nació el Quinteto ‘Dar templo ao tempo’, op. 79 (2022), para guitarra y cuarteto de cuerdas, comisionado por el Festival de Guitarras de Castelo Branco donde se estrenó en marzo del año pasado. La pieza se divide en cinco movimientos que prologan un viaje al pasado, al mundo de los antiguos maestros y de la nobleza remota, aludido con un juego de citas y referencias a cancioneros medievales y obras del viejo folclore popular. De ahí provendrán los ecos de Greensleves del primer movimiento, las excursiones al Concierto de Aranjuez de Rodrigo del segundo o la aparición en el tercero de Ay luna que reluzes, los versos anónimos de uno de los villancicos del Cancionero de Upsala del siglo XVI:
Ay luna que reluzes,
Toda la noche m ‘alumbres.
Ay luna tan bella
Alumbresme a la sierra;
Por do vaya y venga
Ay luna que reluzes
Toda la noche m’alumbres.
Además de la atmósfera de inevitable Arcadia que provocan las citas que recorren la historia de la música ibérica, se suma una segunda fuerza motora: la evocación de la tierra natal. Dar templo ao tempo tiene mucho de las Terras de Trás-os-Montes y de Alvites, la fregresia que vio nacer a Carrapatoso. Hay en los pentagramas una melancolía bien entendida que sirve como fotografía de otro tiempo y que se entona con media sonrisa antes que con abierta nostalgia. El protagonismo aquí de la guitarra es claro, no tanto por búsqueda de virtuosismo sino como representación de un linaje que permite al público transportarse al mundo de la vihuela, las jácaras y las folías. El cuarteto de cuerda extiende el registro de la guitarra, convirtiéndose en una especie de paisaje de la infancia, como ocurre en su poético cuarto movimiento. «Necesitamos», va a decir el compositor portugués sobre la obra, «darle al tiempo un templo, darle un espacio vital; pero que sea un espacio sagrado, donde el tiempo pueda respirar».
Y si hemos viajado en el espacio con Brouwer y en el tiempo con Carrapatoso, solo nos falta un mapa que evite traspapelar los hallazgos del camino. Lo aporta Nuria Núñez Hierro (n. 1980) con Cartografías invisibles, obra encargada por el Centro Nacional de Difusión Musical para el Ciclo de Música Actual de Badajoz y que vive esta noche su estreno absoluto. La propuesta de la compositora gaditana es estilísticamente muy distinta de las anteriores. Aunque la formación es la misma, cuarteto de cuerda y guitarra, la sonoridad se enriquece con el uso de dos armónicas diatónicas, un Waldteufel (un jugete musical llamado también “roncador” o “tambor de fricción”), un slide para la guitarra y la preparación de instrumentos tradicionales como el violonchelo. El uso de estas sonoridades y técnicas expandidas tiene sentido no solo como búsqueda de selva tímbrica sino también por lo que el uso de estos instrumentos aporta a lo escénico, ampliando la expresividad del intérprete. Es la propia autora quien explica la composición con más detalle:
«La pieza forma parte de un pequeño ciclo de obras llamado Cartografías desde mi sala de estar que integra piezas que conceptualmente orbitan en torno al concepto de cartografía, como mapa sobre el que se desenvuelven los movimientos e itinerancias individuales. En los últimos años, además mi trabajo se ha impregnado de un interés por el funcionamiento biológico de los organismos colectivos como abejas o estorninos. En el caso de Cartografías intangibles ambos conceptos se unen para crear una pieza que se inspira en los entrelazados caminos construidos por hormigas, cuya construcción depende de los intercambios metabólicos entre los insectos y el medio ambiente. Estas redes trazan una cartografía sonora de lo imaginario, geometrías vivas en el tiempo que proporcionan coordenadas a nuestro oído posibilitando la creación de una vasta red de conexiones formales que se fijan en la memoria de cada oyente».
El resultado del programa es una sucesión de idas y venidas, un rico compás de amalgama que alumbra nuevos senderos a través del espacio, del tiempo y del oído, a la vez que reivindica sonoridades desatendidas. Acompáñennos como mercaderes privilegiados a esta nueva Ruta de la Seda.
Mario Muñoz Carrasco