La verdad es que no lo sabemos. Porque hay tantos tipos de música y tantos tipos de oyentes (incluso dentro de la misma persona…) que es difícil responder a esta pregunta. Quizá haya que desgranarla en más preguntas:

La primera es sobre qué entendemos por música. ¿Es todo «igual» música? Es decir, ¿es igual música Rosalía que Beethoven? Y si no, ¿por qué no? Y si sí, ¿cuáles son los argumentos que tenemos para diferenciarlos y qué implica la diferenciación?

Ya, ya sé que quizá estoy siendo un poco dogmática.

Pero el dogmatismo tiene algo de verdad.

Sigamos con las preguntas a la pregunta: ¿Qué significa «raro»? ¿Lo que es ajeno a mi marco conceptual? ¿A mi historia? ¿A mis ideas? ¿Lo que no entiendo? A veces, lo raro no está en aquello que percibimos, sino en las expectativas que depositamos sobre ello.

Y, por (pen)último: ¿qué significa que algo nos guste? ¿Que algo nos emocione? ¿Que lo entendamos? ¿Que sea entretenido?

¡Todo dudas! Pero es que de eso, creo, va el arte. De hacerle preguntas y de hacernos preguntas con él.

Quizá hay algunas cuestiones que podemos empezar a responder provisionalmente: que algo nos guste o no nos guste depende de muchos factores, no solamente de que seamos así o asá. Por ejemplo, el nivel de estudios, el valor que, dentro de esos estudios, se le haya dado a ciertos contenidos culturales, las prioridades económicas, sociales e identitarias que le atribuyamos al arte… En fin, un sinfín de cosas. Por eso, cuando decimos que la música contemporánea nos resulta rara, quizá es relevante pensar qué lugar ocupa este repertorio en la programación habitual en espacios culturales, qué herramientas se nos han dado para acercanos a ella, qué referentes tenemos en nuestro horizonte y cosas por el estilo.

Lo mismo sucede con eso de que sea «raro». En el mundo occidental, llevamos escuchando más o menos de la misma manera durante los últimos  300 años. Eso significa que lo que ha osado salirse de esa forma de escucha ha adquirido muchos grados de «rareza». A veces se consideraba que el diablo se había colado en la música (como en la Edad Media) si se unían determinados sonidos…

.. o se consideraban algunos sonidos «disonantes», o se consideraba que había un problema de técnica si se utilizaban notas nojustificadas dentro del estrecho sistema tonal, o se descartaban otras formas posibles de creación de sonidos, como los cuartos de tono, que dividen por la mitad los intervalos más pequeños que se encuentran en el sistema tonal…

Lo curioso es que en la música no sucede como en otras artes, como el cine. Por un lado, adoramos el spoiler. Normalmente, vamos a un concierto si ya conocemos al artista que va a cantar, interpretar o que compuso aquello que va a sonar o si conocemos las melodías de la sinfonía o las letras de las canciones. Salvo los muy melómanos o ese tipo de gente deliciosa que se apunta » a un bombardeo», como se suele decir, suele haber reticencias en la música en directo ante lo desconocido. En pintura pasa igual: solo hay que ver la cantidad de gente que se apelotona delante de la Gioconda a diario que rara vez visitará una exposición de pintores griegos emergentes en una galería a la afueras de Atenas. Por decir algo…

Poca gente, sin embargo, iría a a ver una película o se engancha a una serie sabiendo todo lo que va a ocurrir.Amistades y parejas se han roto por desvelar las intrigas de una serie, de hecho (según cuentan las malas lenguas). La explicación de por qué sucede esto es muy compleja, pero sobre todo está asociada a lo que se espera de cada arte. Mientras que el cine ha sido clasificado a la vez de entretenimiento y de arte, la música se ha considerado como el arte más «espiritual» de todos -por su capacidad, en palabras vetustas, de afectar al «alma» supuestamente sin mediación. Pierre Bourdieu, sociólogo francés, explica esto bastante mejor que yo…

«[…] la exhibición de «cultura musical» no es un alarde cultural como los otros: en su definición social, la «cultura musical» es otra cosa que una simple suma de conocimientos y experiencias unida a la aptitud para hablar sobre ella. La música es la más espiritualista de las artes del espíritu y el amor a la música es una garantía de «espiritualidad». Basta con acordarnos del extraordinario valor que en la actualidad confieren al léxico de la «escucha» las versiones secularizadas (por ejemplo, las psicoanalíticas) del lenguaje religioso. Como lo demuestran las innumerables variaciones sobre el alma de la música y la música del alma, la música tiene mucho que ver con la «interioridad» («Ia música interior») más «profunda» y no existen conciertos que no sean espirituales… Ser «insensible a la música» representa, sin duda, para un mundo burgués que piensa su relación con el pueblo basándose en el modo de relacionarse el alma y el cuerpo, algo así como una forma especialmente inconfesable de grosería materialista. Pero esto no es todo. La música es el arte «puro» por excelencia; la música no dice nada y no tiene nada que decir; al no tener nunca una función expresiva, contrasta con el teatro que, incluso en sus formas más depuradas, sigue siendo portador de un mensaje social y no puede «traspasar las candilejas» si no es sobre la base de un acuerdo inmediato y profundo con los valores y las expectativas del público. […] La música representa la forma más radical, más absoluta de la negación’ del mundo, y en especial del mundo social, que el ethos burgués induce a esperar de todas las formas del arte»

Este carácter espiritualista junto a la preponderancia de lo visual en nuestra cultura hace  que hayamos desatendido la escucha. O bien entendemos la escucha de la música como en spa, como dice Alex Ross o bien como algo secundario, derivado de lo que nos ofrece la vista. No es para menos: ya los griegos, hace 2500 años, nos decían que lo que se ve es lo que se sabe. El sonido, por contra, no devuelve una imagen estable, no refleja nada concreto. Por eso nos da bastante mal rollo cuando de noche escuchamos un ruido pero no sabemos de dónde procede. Cuando nos damos cuenta de que es el gato jugando con la ventana, todo se vuelve plácido y tranquilo de nuevo. Así somos, pero podemos ser de otra manera.

Por último (por hoy), volvamos brevemente al gusto: estamos acostumbrados -también- a depositar expectativas sobre casi todo. ¿Por qué la música tiene que sonar de una determinada manera y no de otra? Nos dice Ernst Bloch, un filósofo alemán, que la música es deseo sonoro. Y los deseos, si verdaderamente son tales, no se cifran, sino que nos sobrevienen, nos desordenan, nos abren mundos inesperados. Poetas franceses decimonónicos hablaban de las incipientes vanguardias como un abismo al que había que lanzarse. A eso nos invita la música contemporánea: a dejarnos llevar al maravilloso mundo de lo desconocido. Quizá seremos otros si conseguimos volver.