Se preguntaba el filósofo Étienne Souriau en su libro La correspondencia de las artes (1947) cuáles eran las leyes comunes que compartían los objetos a los que consideramos arte, los lugares cotidianos para conmover entre «una estatua y un cuadro, entre un soneto y una ánfora, entre una catedral y una sinfonía». La línea que une creación e inspiración —no siempre recta y ni mucho menos el camino más corto— toma prestados los mejores dones de otras disciplinas, para que el verso de Baudelaire pase a ser un preludio de Debussy, para que el Mar de hielo de Caspar David Friedich aparezca en un plano del Batman Begins de Nolan. O también para que el bibliotecario de El nombre de la rosa sea un sosias de Jorge Luis Borges, el franciscano Fray Guillermo de Baskerville un remoto Sherlock Holmes y la biblioteca de la abadía que imaginó Jean-Jacques Annaud en su traslado al cine un laberíntico cuadro de Escher. El arte es uno, los puntos de vista muchos.
Con similar curiosidad y sed de referencias afrontó Mikel Urquiza (1988-) el encargo de composición del New European Ensemble para el Festival Panorama Mesdag en La Haya. Ships vanishing in the horizon (2021) salta de la imagen al pentagrama tras la visita del compositor vasco al trampantojo de instalación de Panorama, el ciclorama (o pintura cilíndrica) más antiguo del mundo pintado por Hendrik Willem Mesdag, con sus 14 metros de alto y 40 de diámetro. La pintura intenta trasladar al espectador a un mirador en una alta duna con vistas al pueblo costero de Scheveningen, y para ello se instaló en lo alto de un edificio construido para tal fin en La Haya, bajo una cúpula que filtra la luz solar. Para completar la experiencia, la pintura está circundada por terreno real y los restos típicos presentes en los alrededores de cualquier pueblo marítimo.
El falso mirador, con toda la verdad oculta en los pinceles, pasa a ser representado en la obra de Urquiza en una única estructura dividida en diez movimientos que se interpretan sin pausa, y donde cada pequeño detalle está transcrito a la notas, desde la subida por los escalones a la cúpula, pasando por las dunas, los tejados, el campanile, el paseo a caballo, la silla de atrezzo o el descenso por la escalinata para finalizar la visita. El lenguaje musical del compositor es diáfano, repleto de ironía y de sentido del asombro, con un despliegue tímbrico que permite jugar con los sonidos de la naturaleza y melodías que recuerdan a otras sin llegar a serlo, como el propio cuadro que pretende mar sin llegar a serlo. La personalidad de Urquiza le permite un uso desprejuiciado de los recursos musicales, como del soplido entre las manos o los shakers para describir la arena, o los ostinati en el viento madera para desatar el viento en el octavo movimiento que da título a la obra. La mezcla de las imágenes y la música consigue, como ocurre con la Obertura de Las Hébridas de Mendelssohn, convocar sensaciones y tactos inexistentes, para percibir cómo el olor a salitre se hace presente y cómo el pelo se nos alborota.
Si Mikel Urquiza tomaba de la pincelada la sustancia para su música, el compositor Jesús Torres (1965-) lo hace del verso de Miguel Hernández, de uno de los testimonios más terribles de la barbarie. En el año 2010, en el marco de las conmemoraciones en homenaje al poeta de Orihuela, Torres compone por encargo una obra de gran formato llamada Evocación de Miguel Hernández, para soprano solista, coro y orquesta. En realidad la dedicatoria era múltiple: por un lado a los caídos durante la Guerra Civil española y por otro a la amistad que unía al poeta alicantino con Vicente Aleixandre. Jesús Torres relató con motivo del estreno la emoción ante las palabras que mutuamente se dedicaron. Hernández lo hace en el prólogo de Viento del pueblo: «Vicente, a nosotros, que hemos nacido poetas entre todos los hombres, nos ha hecho poetas la vida junto a todos los hombres». Aleixandre por su parte escribe una “evocación” dolorida y poética en 1942, tras su muerte, de la que tomará su nombre la obra musical: «Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba de ellos. No se le apagó nunca, no, ni en el último momento, esa luz que por encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos».
La obra de Torres se dividía entonces en cinco movimientos que tomaban como base distintos poemas, desde “Vientos del pueblo me llevan” hasta “El tren de los heridos”. La última pieza del conjunto era “Guerra”, para soprano y orquesta, un canto demoledor en el que Torres traza la frontera entre la vida y la muerte cruzando la alambrada entre lo tonal y lo atonal, dando un mayor protagonismo y despliegue técnico a la voz y un trasfondo expresionista ideal para retratar la desolación —«Ansias de matar invaden / el fondo de la azucena»—. Precisamente es este el movimiento del que Torres tomará el nombre para la adaptación a un nuevo formato, dando lugar a Guerra, para voz y quinteto de cuerda, estrenada en 2018. La nueva estructura tímbrica subraya el patetismo propio de la pieza y se acerca a esa panorámica pretendida donde la poesía (verbal o musical, eso da igual) es el arma contra el dolor de la guerra. Como decía Blas de Otero, «me queda la palabra».
Poco antes de que Miguel Hernández viajara a Madrid y publicara su primer poemario, Perito en lunas (1933), el compositor y musicólogo Egon Wellesz (1885-1974) terminaba su Pastorale, para flauta, oboe, saxofón alto, trompeta, dos violines, violonchelo, contrabajo y percusión, sin número de opus y en un entorno cultural que poco tenía que ver con la España de preguerra. Aunque las vanguardias musicales tardarían en llegar, Wellesz era bien conocido en España en los círculos musicales por la publicación en 1930 por la Editorial Labor de una monografía sobre uno de sus temas de especialidad, la música bizantina, traducido por Roberto Gerhard. Wellesz había conseguido descifrar la escritura neumática de una de las tradiciones musicales más antiguas de la humanidad. Su música en aquella década de los treinta es iconoclasta, nutrida a partes iguales de un conservadurismo respetuoso con el legado de los compositores clásicos y un vértigo inevitable que apuntaba a la abolición de la jerarquía tonal de Schoenberg. Era lógico, Wellesz fue su pupilo durante dos años.
Pero más que la influencia musical del creador del dodecafonismo estuvo, de nuevo, la de otras artes: la de la pintura de Kokoschka y, sobre todo, la de la pluma un punto filosófica de Hugo von Hofmannsthal, el famoso libretista de Richard Strauss. Hofmannsthal tenía debilidad por el mundo clásico, por la potencia semántica del mito y su belleza arcádica, que había inoculado a Wellesz. Esa lucha entre lo nuevo y lo viejo, entre la mera seducción de la naturaleza y la frontera con lo establecido es la que aparece en la Pastorale. Hay latente una lucha entre los modos arcaicos y la nueva visión de la música que se extendería desde esta partitura de cámara a toda su producción operística. La evocación será más inmediata durante la primera parte de la obra, de la mano del oboe y el violonchelo, al que se sumará poco después la flauta. La segunda parte de la pieza se acerca más a un aquelarre con espíritu de danza y sensación de ruptura. La radicalización de la sociedad alemana y la guerra poco años después apagaron su necesidad de crear durante algún tiempo para centrarse en la investigación. Tampoco era sencillo seguir estrenando en los teatros cuando Hitler había considerado su música como degenerada…
El programa del concierto se completa con el homenaje a uno de los creadores españoles más destacados —y comprometidos— de las últimas décadas: José Luis Turina (1952-). Durante la primera parte se escucharán las Dos danzas de ‘La raya en el agua’ (1994-1996), obra orquestal estrenada por la Orquesta Sinfónica de Galicia en 1998 que se desgaja de un trabajo anterior dedicado a Elisa Roche conformado por 19 piezas, y donde los límites entre la música, la danza, el teatro y la poesía se difuminaban. La primera de las danzas (“Klangfarbenpas de deux”) juega con los conceptos propios del inicio del atonalismo, colocando en el propio título el procedimiento más característico de la Segunda Escuela de Viena, la denominada “melodía de timbres”. La idea es que cada nota o conjunto de ellas recae en un instrumento distinto, con lo que es la tímbrica la que marca la narrativa de la obra, no la melodía. El segundo número (“Pas de deux. Vals”) vuelve a enfrentar, como ya le ocurrierar a Wellesz, el lenguaje estético clásico con la perspectiva contemporánea, usando el motivo de un vals como cruce privilegiado de caminos con la danza como resultado satisfactorio a la difícil ecuación del arte. Sumamos a la multiplicidad de lenguajes artísticos visitados por el programa la danza, aunque sea desde una perspectiva intelectualizada.
La segunda de las obras de Turina, estreno absoluto bajo encargo del Centro Nacional de Difusión Musical, se acoge a otra de las facetas del compositor: la de arreglista. Muestra de su capacidad fue el encargo de la OCNE en 2021, una versión para orquesta reducida de la Sinfonía n.º 2, “Resurrección”, de Gustav Mahler a cuenta de la pandemia, o la versión para cantaora y quinteto con piano de El amor brujo de Manuel de Falla. El propio Turina explica que «uno de los dos encargos que conlleva la residencia artística del CNDM es un arreglo, y con tema obligado: una suite de Lieder de Alexander von Zemlinsky, para soprano y conjunto de cámara. Realizada entre abril y julio de 2023, para su elaboración pasé mucho tiempo seleccionando el conjunto de cinco lieder que finalmente configuran la suite final. Dada su diversa procedencia vocal (originalmente son para soprano, tenor y barítono), todos ellos fueron transportados para acomodarlos a la tesitura de soprano; y si bien la parte pianística escrita por Zemlinsky no proporciona demasiadas pistas, la riqueza del grupo instrumental proporcionaba elementos suficientes de variedad y contraste. No obstante, y salvo algunas licencias, el arreglo pretende ser plenamente fiel al espíritu y la letra de las piezas escogidas».
Ese espíritu al que alude Turina es el de un compositor preso (más que protagonista) de su tiempo. El mundo previo a las dos grandes guerras ya anunciaba síntomas de colapso en lo artístico, y unos pocos compositores de aquella Viena de principios de siglo —en la que también vivía Wellesz— optaron por el utópico anclaje a las viejas fórmulas románticas. Zemlinsky estaba haciendo equilibrios en los márgenes de ese final de ciclo, creando entre dos estéticas musicales irreconciliables. El universo de sus lieder deja de lado la exuberancia orquestal para dotar a la palabra de una atmósfera e intimidad que Turina sabe subrayar con elegancia tímbrica y sentido del contraste. El sentido último de cada verso, de la poesía trasladada a la música, no se pierde sino que trasciende. De esa manera cerramos el círculo de este recorrido múltiple donde las pinceladas se huelen, las palabras se sienten, las notas se ven y las emociones se tocan. Pura sinestesia.
MARIO MUÑOZ CARRASCO