Las máscaras siempre han sido consoladoras. No tanto por lo que ocultan, sino por hacer cómplices de la mentira a todos cuantos te miran. Ese «Llamadme Ismael» con el que inicia Melville Moby Dick y que parte de la aceptación de una mentira. Si me acompañas en este viaje —parece decir Melville—, o me crees o perteneces a mi engaño. El teatro, la ópera, el cine saben mucho de naturalizar las mascaradas más allá de estos días de carnavales. El siglo xvi vio nacer una forma popular y sublimada del baile de disfraces con la commedia dell’arte, una propuesta teatral mestiza que mezclaba la brillantez del verbo renacentista, la acrobacia del funambulismo y la tradición más carnavalesca para diluir los límites entre crítica y entretenimiento. Sus protagonistas —Arlequín, Colombina, Pantaleón— formaban parte de un entramado muy tupido de personajes silueteados donde cada uno se ceñía a lo esperado, sin espacio para el libre albedrío, pero con final feliz. Era, de hecho, la reiteración de las actitudes de los personajes lo que provocaba la carcajada. Aquel momento teatral, el nacimiento de la commedia dell’arte, fue trascendente no sólo por la persistencia de sus personajes en programas como el de hoy, sino por marcar los inicios de la profesionalización en el arte, con actores, cantantes y mimos viviendo en gira y en el marco de una compañía teatral.

Pasados los siglos, máscaras de todo tipo se fueron depurando. Una de las más relevantes en el ámbito poético será la del simbolismo, una fórmula de escritura que permite prender la emoción gracias a la imagen que convoca el verso, sin necesidad de establecer lazos con la realidad. Un disfraz de palabras privilegiado. El poeta belga Albert Giraud (1860-1929) fue punta de iceberg de esa estética simbolista y supo mezclar arquetipos románticos con codificación modernista para escribir en 1884 una colección de cincuenta poemas sobre un payaso de amor extraviado, un Buster Keaton en El colegial. El mimo Jean-Gaspard Deburau, que había muerto unos años antes, se había encargado de marcar a fuego en los poetas del entorno francés el personaje y la tristeza perpetua de Pierrot (llamado entonces Baptiste), actualizando su código de vestimenta a elementos más modernos aun hoy reconocibles (como su cara blanca y su bonete negro).

Retrato del mimo Jean-Baptiste Deburau haciendo de Pierrot, 1832

El público mantuvo la vigencia de pierrots y payasos durante décadas por pura empatía con los perdedores. ¿Cómo no entender el fracaso cotidiano? Por eso el tipo de verso con el que Giraud define a su Pierrot desdichado está cargado de lugares comunes románticos, como los parajes nocturnos, lo salvaje de la naturaleza o la omnipresencia de la luna:

¡Ah, ahora devuélveme,
veterinario del alma,
lírico muñeco de nieve,
alteza lunar,
Pierrot, mi risa!

Precisamente este poema (Gebet an Pierrot) fue el que eclosionó en el espíritu creativo de Arnold Schoenberg (1874-1951), que estaba en aquellos días inmerso conceptualmente en el colectivo Der Blaue Reiter (El Jinete Azul) con Kandinsky, Klee y Rousseau entre sus filas. Schoenberg quería reivindicar la disonancia, alejarse de las jerarquías de la tonalidad y establecer unas nuevas reglas de juego que abrieran el ángulo de visión. Mientras compone la música de Gebet, el músico va a ser testigo de su propia metamorfosis: «Me doy cuenta de que estoy avanzando inexorablemente hacia una nueva forma de expresión. Aquí los sonidos se convierten en una expresión de movimiento de los sentidos y del alma que es casi animal en su inmediatez».

En realidad, la idea de componer el Pierrot lunaire, op. 21 no había sido suya. La actriz Albertine Zehme, toda una celebridad forjada al calor de las heroínas shakespearianas, trataba de reinventarse mediada la cincuentena con papeles que se ajustaran a su estilo declamativo y a su búsqueda de sustancia dramática. Tenía nociones de canto, con lo que encontró su espacio en el invento teatral de Jean-Jacques Rousseau, el llamado «melodrama musical», un género capaz de proponer un relato gestual acompañado de una trama declamada y donde las emociones son enfatizadas por la música. Zehme encargó en 1912 el melodrama tomando los versos de Giraud como referencia. Aunque Schoenberg se encontraba inmerso en los primeros pasos de su camino de baldosas amarillas hasta el dodecafonismo, decidió aceptar por sintonía con el tejido poético de Giraud y también por premura económica.

Los poemas no podían resultar más musicales, con habituales recurrencias poéticas (como la repetición de versos siguiendo un esquema concreto) y multitud de juegos matemáticos, tan propios de la invención de Schoenberg. Finalmente fueron veintiún los poemas seleccionados, tres grupos de siete (la numerología, de nuevo), con una unidad temática y una ampliación del espectro sonoro gracias a la inclusión de varios timbres orquestales. La formación final, más corta de lo que habría querido el compositor y más costosa de lo que la actriz pretendía, quedó en cinco músicos, tres de ellos doblando instrumentos (clarinete / clarinete bajo, flauta / flautín, piano, violín / viola y violonchelo). Ni rastro de la soledad del piano propia del melodrama musical. A pesar del protagonismo de la voz, Schoenberg se esfuerza en trasladar la expresividad a los instrumentos musicales, construyendo una melodía de timbres atonal, sofisticada y colorida que fascinó a compañeros de profesión como Klemperer, Webern o Stravinski. Por su parte, la voz quiere ceñirse al llamado sprechgesang, una forma de «recitar cantando», como decían los compositores del primer Barroco, donde se incorporan algunas indicaciones precisas sobre las inflexiones de la voz y los pequeños giros melódicos. El resultado, con el humo del cabaré vienés de principios de siglo ocultando a los personajes, es fascinante, perverso, lúcido y seductor a partes iguales.

Foto del ensemble del estreno con la actriz Albertine Zehme en el centro, 1912

Foto del ensemble del estreno con la actriz Albertine Zehme en el centro, 1912

Finalmente se estrenó el 16 de octubre de 1912 en Berlín, ante un público que recibió la obra con bastante respeto y entusiasmo. Y es que la revolución cultural ya estaba instalada en una Europa que acaba de estrenar El caballero de la rosa de Strauss, estaba a las puertas de escuchar La consagración de la primavera de Stravinski y La vida breve de Falla y aún lloraba la muerte de Mahler. El Pierrot de Giraud era la síntesis de varios siglos de creación y conexión con el público. Desde el Truffaldino de Goldoni de 1745 (la versión germinal de Pierrot) hasta el de Schoenberg de 1912, el personaje había transformado sus máscaras tanto como la sociedad las suyas. De hecho, la ambigüedad de género y sus disfraces forman parte del juego de esta obra. Si el protagonista original era Pierrot, en el estreno narró los textos la actriz Zehme, que no se disfrazó de payaso, sino de otro personaje de la commedia dell’arte, la deseada Colombina. Es propio entonces que en esta confusión de caracteres tan propia de este tiempo de carnavales sea un contratenor como Xavier Sabata quien juegue al equívoco y se acerque a la obra.

La inteligencia feroz de Schoenberg y su especial percepción de la realidad permitieron que el compositor fuera consciente desde fechas muy tempranas de la trascendencia de la obra y de las dificultades que entrañaba el retrato de la condición humana que acababa de alumbrar. En una copia de la partitura que remitió a Zemlinski en 1916 escribía:

Es banal decir que todos somos esa suerte de sonámbulos indolentes a que se refiere el poeta, que restregamos manchas lunares imaginadas en nuestras ropas, pero rezamos ante nuestras cruces. Alegrémonos de que tenemos heridas: con ello tenemos algo que nos ayuda a menospreciar la materia. Del desprecio por nuestras heridas procede el desprecio por nuestros enemigos, procede nuestra fuerza para ofrecer la vida en sacrificio a un rayo de luna.

Como preludio a la obra maestra de Schoenberg se podrá escuchar un estreno absoluto de Josep Planells Schiaffino encargado por Sonido Extremo para la ocasión. Se trata de Arlecchino, pieza para ensemble explicada por el propio compositor: «La commedia dell’arte y el teatro de marionetas son temas recurrentes en mi producción, algo que me fascina. En esta ocasión, son varios los vínculos entre Arlecchino y el Pierrot lunaire. En primer lugar, claro, el título, aunque para mí es un poco lo de menos, lo que ocurre al final. En este caso, me encaja la idea de hacer una obra de retazos, de parches como el propio traje de Arlequín, y que cambia los caracteres muy rápido, como el personaje. También comparte instrumentación, un «ensemble Pierrot» de seis instrumentos donde la voz se sustituye por un saxo. Por último, la música tiene un aspecto teatral que me interesa, con muchas indicaciones de expresión que caracterizan tempos: bailando, mormorando, nostalgico…, y que conjuntamente con la discontinuidad del material se encaja de distintas maneras, como un rompecabezas».

Fragmento de la partitura Arlecchino, de Josep Planells Schiaffino

Fragmento de la partitura Arlecchino, de Josep Planells Schiaffino

«Yo quería crear algo fluido a través de algoritmos —continúa el compositor valenciano—, que no son tanto una cárcel, sino una manera de formalizar un movimiento e ir descubriendo la pieza. En la obra hay nueve materiales que van apareciendo, el último, simplemente al unísono. Los otros ocho están caracterizados de manera muy clara. Arlecchinoempieza con relativos cambios un poco más espaciados o más claros y poco a poco se van contrayendo. Hay un aspecto cíclico (siempre suenan los mismos acordes, los mismos gestos), aunque no el mismo ritmo armónico. En algún aspecto podría pasar como una obra hasta cierto punto académica, cerebral por tener las técnicas compositivas en primer plano, pero nada más lejos de la realidad», concluye.

En resumen, dos títulos actuales separados por más de un siglo que nos permiten naturalizar el uso de las máscaras que consideremos y el sosiego que nos reportan. O, dicho de otra manera, música para hacer perpetuos los carnavales. Que lo disfruten.

Mario Muñoz Carrasco